About the Author
Andrew Kang is a rising sophomore in Dunster House who plans on concentrating in Social Studies and Applied Math. During June and July 2024, they worked in Santiago de Chile, interning with América Solidaria, an educational nonprofit, as part of the DRCLAS Summer Internship Program.
Acerca del Autor
Andrew Kang es un estudiante de Harvard de segundo año en Dunster House que planea concentrarse en los Estudios Sociales y las Matemáticas Aplicadas. Durante junio y julio de 2024, trabajó en Santiago de Chile, realizando una pasantía con América Solidaria, una organización educativa sin fines de lucro, como parte del SIP de DRCLAS.
Biking the Cerro
On Sundays in Santiago de Chile, Avenida Andrés Bello stops traffic between its intersection with the Costanera Center to Plaza Italia, allowing hundreds of people walking, biking, on rollerskates, on skateboards, their dogs on leashes before them, to travel along the otherwise car-clogged street. It’s part of an initiative from CicloRecreoVía, which has established other recreational zones in other parts of the city such as Vitacura and Nuñoa, as well as Viña del Mar, 200 miles to the west.
It’s on one of these Sundays I leave my host parents’ home in Las Condes on a rented bicycle through Tembici, rather like BlueBikes in Boston or CitiBikes in New York. I go along Alonso de Córdova, Vespucio Oriente and Presidente Kennedy, all with decked-out bike lanes that make me envious; I’ve been taking advantage of them in my time here on a DRCLAS summer program in Santiago, biking between home and the metro station every morning to work. It’s only today, however, after nearly seven weeks of procrastinating that I’m finally going to bike up the Cerro.
I should be getting out more often, I think, as finally crossing onto Andrés Bello. There are no cars on the road but hordes of people, despite it being only 9 a.m.—families with small children, cyclists clad in gear, elders on a stroll. It would have been nice to get together with the rest of the cohort to do a ride together, and now that the program is wrapping up, it’s easy to regret all of the things I hadn’t done. But biking alone in the midst of this swarm of people, it’s nice, pleasant to feel the sun on your neck this winter morning (Chilean winter is summer in Boston), to feel a part of this anonymous mass, Santiaguinos and extranjeros alike, all heading in the same direction.
I keep biking down the road. Some are turning now, onto Pedro de Valdivia Norte, where there is an entrance up the hill. I stay on Andrés Bello; I’ll be entering another way. I pass by Parque Balmaceda, and then Parque Bustamante on my left, which houses my workplace and the Café Literario, before turning right at Plaza Baquedano, Barrio Bellavista.
It’s disorienting to remember that five weeks earlier, I had gotten my phone stolen here. The theft—entirely my fault—threatened to derail my experience of Chile especially, in the weeks after. But I’m here later, now finally entering the Parque Metropolitano, people both ahead and behind me, feeling the incline beneath the wheels while my legs furiously. Some cyclists are passing me on the left, decked out in form-fitting gear and goggles, and I, in turn, am passing a few families. It’s tiring. When I look down, my bike is inching along the path, this path uphill that continues indefinitely. A few times, I’m tempted to hop off my bike and walk, but as I see the bikers around me, hot sweat dripping down their chins and into the asphalt road—all of this, midwinter, I keep going.
Around me, the view improves, and I see more of the city as I bike. I also get time to reflect. We had taken a trip to the Cerro on our first week in Santiago as a cohort of students and boarded a teleférico and a funicular to get up and down the mountain. I had been taking myself too seriously, trying too hard to fit in. I was sensitive, and I wasn’t used to being perceived as visibly foreign in Chile. There are worse things, for sure. Yet it had taken me this long to get adjusted, to do what I set out to do: to be more comfortable with being uncomfortable. My legs are burning now, and my back aches from my biking form. A gust of wind makes me cringe; the whole back of my shirt is drenched. I look around. The road has ended. Above, only a flight of stairs leads up to the Santuario, the statue of the Virgin Mary.
This is one of my favorite memories from Chile—I reached the summit and didn’t even realize.
Subir el Cerro
Por Andrew Kang
Los domingos en Santiago cierran la Av. Andrés Bello entre su intersección con el Costanera Center hasta Plaza Italia, permitiendo que cientos de personas caminando, en bicicleta, en patines, en patinetas, con sus perros con correa delante de ellos, transiten por la calle que de otro modo sería muy transitada. Es parte de una iniciativa de CicloRecreoVía, que ha establecido otras zonas recreativas en otras partes de la ciudad como Vitacura y Nuñoa, además de Viña del Mar, 200 millas al oeste.
Es en uno de estos domingos que salgo de la casa de mis padres anfitriones en Las Condes en una bicicleta alquilada por Tembici, que recuerda a las BlueBikes de Boston o las CitiBikes de Nueva York. Voy por Alonso de Córdova, Vespucio Oriente y Presidente Kennedy, todas con ciclovías engalanadas que me dan envidia; las he estado aprovechando en mi tiempo aquí en Santiago, yendo en bicicleta entre mi casa y la estación de metro todas las mañanas para ir a trabajar. Sin embargo, sólo hoy, después de casi siete semanas de postergarlo, de encerrarme en casa, voy por fin a subir el Cerro en bicicleta.
Debería salir más a menudo, pienso, al cruzar por fin Andrés Bello. No hay coches en la carretera, pero sí hordas de gente, a pesar de ser relativamente temprano, a las 9 de la mañana: familias con niños pequeños, ciclistas ataviados con sus equipos, ancianos de paseo. Habría estado bien reunirme con el resto de la cohorte para dar un paseo juntos, y ahora que el programa está terminando, es fácil arrepentirse de todas las cosas que no he hecho. Pero pedalear solo en medio de este enjambre de gente, es agradable, placentero sentir el sol en el cuello esta mañana de invierno, sentirse parte de esta masa anónima, santiaguinos y extranjeros por igual, todos en la misma dirección.
Sigo pedaleando por la carretera. Algunos están doblando ahora, hacia Pedro de Valdivia Norte, donde hay una entrada cuesta arriba. Yo sigo por Andrés Bello; entraré por otro camino. Paso por el Parque Balmaceda, y luego por el Parque Bustamante a mi izquierda, que alberga mi lugar de trabajo y el Café Literario, antes de doblar a la derecha en la Plaza Baquedano, Barrio Bellavista.
Es desorientador recordar que cinco semanas antes me habían robado el teléfono aquí. El robo —por mi culpa—amenazó con desbaratar mi experiencia en Chile, especialmente en las semanas posteriores. Pero estoy aquí más tarde, entrando por fin el Parque Metropolitano, con gente delante y detrás de mí, sintiendo la pendiente bajo las ruedas mientras mis piernas avanzan furiosamente. Algunos ciclistas me adelantan por la izquierda, ataviados con ropa ajustada y gafas, y yo, a mi vez, adelanto a algunas familias. Es agotador. Cuando miro hacia abajo, mi bicicleta avanza por el sendero, este sendero cuesta arriba que continúa indefinidamente. Unas veces me siento tentado de bajarme de la bici y caminar, pero al ver a los ciclistas que me rodean, con el sudor caliente chorreando por sus barbillas y cayendo al asfalto de la carretera —todo esto, en pleno invierno—, sigo adelante.
Este es uno de mis recuerdos favoritos de Chile. A mi alrededor, la vista mejora y veo más de la ciudad mientras pedaleo. También tengo tiempo para reflexionar. En nuestra primera semana en Santiago, habíamos hecho una excursión al Cerro como grupo de estudiantes y nos habíamos subido a un teleférico y a un funicular para subir y bajar de la montaña. Me había estado tomando demasiado en serio a mí misma, esforzándome demasiado por encajar. Era sensible y no estaba acostumbrada a que me percibieran como visiblemente extranjera en Chile. Hay cosas peores, sin duda. Sin embargo, había tardado todo este tiempo en adaptarme, en hacer lo que me había propuesto: sentirme más cómoda sintiéndome incómoda. Ahora me arden las piernas y me duele la espalda de tanto pedalear. Una ráfaga de viento me hace estremecer; toda la espalda de mi camiseta está empapada. Miro a mi alrededor. Anticlimáticamente, me doy cuenta de que he llegado a la cima.
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