Buenos Aires

by | Dec 29, 2003

Jorge Ferrari Hardoy with photomontage of the Plan Director para Buenos Aires in background. Photo courtesy of Ferrari Hardoy Archive.

​“Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo, ¿viste?…” la poesía de Horacio Ferrer, animada por la música de Astor Piazzolla, nos hace soñar con su “Balada para un loco”. Pero, ¿es sueño o realidad? Esta ciudad portuaria, situada casi en los confines del mundo, vivió siempre mirando allende los mares, buscando una identidad, sin saber que ya la tenía.

La década del sesenta vió surgir en ella una población joven, plena de energía, de esperanza y de orgullo por lo nuestro, lo argentino. Los folcloristas del interior provinciano, que una vez al año unían sus voces en el festival de Cosquín, venían luego a Buenos Aires para seducir a los porteños con la música de “tierra adentro,” y para convencernos de bailar la zamba y la chacarera en lugar del twist y el rocanrol … aunque la mayoría lo escribiera, “rock and roll”.

Las confiterías de Buenos Aires, Ideal, Del Águila, Las Violetas, Richmond, El Molino, son las únicas en el mundo. Si bien tomaron prestado de Londres, Viena, París, Madrid, muy pronto se convirtieron en auténticas “argentinas”. Todavía recuerdo la orquesta que tocaba en “La Ideal.” Tenía yo cinco años y tomaba un “submarino,” que consistía en un vaso alto de leche caliente con una barra de chocolate que flotaba hasta hundirse… sin víctimas. Las columnas que se intercalaban entre las mesas eran de mármol, una baranda de hierro forjado y lustrosa madera rodeaba a una enorme “O” central que permitía ver lo que sucedía en la planta baja; un ambiente febril, marcado por el paso apurado de los “mozos,” quienes vestidos como los más elegantes de los caballeros, se afanaban por llegar rápido a la mesa de los comensales, ¡no fuera a ser que se enfriaran las tostadas! Tan convencida estaba yo de que todo el mundo iba a la confitería, que cuando mi madre me llevó a un moderno “bar americano” de jugos de fruta (donde los licuados se hacían a la vista del público), me tiré al piso y comencé a chillar como el más furioso de los simios. Gritaba yo, “¡Aquí no hay orquesta, esto es una porquería! ”

Gardel le cantó a “la reina del Plata”, Borges la quiso como ninguno. La “París de Sudamérica”, le decían hace muchas, muchas décadas. Con el pasar de los años, ya no podíamos reconocer ni a París ni a Barcelona en ella. Unas tras otras, las revoluciones militares, los cambios de gobierno, las revueltas populares, fueron alterando su fisonomía y su espíritu. Hoy en día la vemos en los noticieros internacionales, “cacerolazos” que expresan la frustración del pueblo, “cartoneros” que reciclan papeles y cartones usados para poder comer ese día, vecinos que hacen ollas populares todas las noches para alimentar a los que no tienen. No todo está perdido…

“No nos une el amor sino el espanto;
será por eso que la quiero tanto.” (Borges, Jorge Luis, poema “Buenos Aires”, citado en el libro El Buenos Aires de Borges, Carlos Alberto Zito, Editorial Aguilar, 1999.)

Winter 2003Volume II, Number 2

Gabriela Meilij-Romero es una porteña irreductible que extraña mucho a su ciudad natal y su gente.

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